"En estas tierras las más hermosas del mundo"

Diario de Cristóbal Colón

Hay viento. Los velámenes se embarazan. En el cielo, las nubes arman y desarman formas raras, hasta veo la carabela, la mismísima Santa María de la que desembarqué en este paraíso donde el cielo es mar y el mar cielo: un azul propio. Los pájaros alzan vuelo desplumando el paisaje.

Corre viento. Han llegado tres naves.

Las palmeras se agachan: quizás un aguacero, acaso un tornado. Vamos avanzando sobre la arena, primero el adelantado, después el cura y a empujones, los demás. Levantan la cruz hecha en Cádiz, clavan los estandartes que flamean aires nuevos.

Tornasolado, todo es color, nunca antes visto, al menos por mí. Me duele todo, desde el corazón de la isla se escuchan tambores. No estamos solos. Siento miedo. No quiero rezar, ni agradecer. ¡Qué voy a agradecer! Soy un marrano, ¿traidor o superviviente?

Tornasolado. Me ciegan los colores, me abruman los tambores y el grito de las aves, no son cantos de pájaros, no. Me voy corriendo, no quiero participar de la conquista ni de los rezos ni de las palabras que manda el propio rey de España.

Avanzo dejando la huella de mi bota en la blanca arena, en la nueva arena una nueva huella de bota, no de pie descalzo. Huella virgen hacia el azulverde del agua; la planta de la bota quedará impresa -¿para siempre?- en esta inmensidad. Piso la espuma entre los peces, peces tornasolados, así es todo.

En la playa, un hombre de color, y un silencio. Un hombre desnudo, en cuclillas, dibujando en la pálida arena. Sentado a su lado, un mono y, envolviéndolos, un silencioso silencio.

Y los tambores.

Lo miro a los ojos. Me mira a los ojos, una lágrima resbala por su mejilla perdiéndose en la arena mojada, salada de tanto llanto, de tanto mar. No sé qué hacer. Él agacha la cabeza -¿Vergüenza?- ¿Por primera vez? Torno a mirarlo y me resignan su dolor y el mío. ¿Qué puedo hacer? Empiezo a hablar y a hablar, hablo de los hombres, del barco, de mi tierra, de lo que he dejado, de mi familia, le pregunto, por señas, de su gente, de su casa.

Le estiro la mano, él intenta, apenas tocando mi palma y la retira, tímida, áspera, húmeda, de la mía. Me abandona. ¿Qué podemos hacer? El mono parece escuchar, entender. Un papagayo perezoso grazna, toma vuelo y de nuevo todo se despluma.

Me alza la marea. Hay un gran silencio, silencio que solamente se escucha en esta orilla. Una lágrima, dos, se me escapan uniéndose a las del hombre canela, y juntas corren al mar y una ola las envuelve haciéndolas girar, girar, girar.

Distintos mundos nos separan. Ahora es un mar de lágrimas. Ni él ni yo podemos evitar lo inevitable. Ahora será un solo mundo.

Y los dos lo sabemos.